En una reconstrucción
histórico antropológica sobre las 1.001
noches que Michel Gall hace, con el objeto de establecer la veracidad de
algunas de las leyendas recogidas en dicha recopilación, se citan las palabras
de Abderrahmán III, monarca que reinó durante más de medio de siglo en el
Califato de Córdoba:
Cincuenta años han transcurrido desde que soy
califa. Tesoros, honores, de todo he gozado, y todo lo he agotado. Los reyes,
mis rivales, me temen y me envidian. Todo
lo que desean los hombres me ha sido concedido por el cielo. Pero en este
largo espacio de felicidad aparente he calculado el número de días que me he
sentido feliz. Este número asciende a catorce. Mortales, apreciad por esto la
grandeza, el mundo y la vida…
Al autor del libro le
parece algo turbador el hecho de que el hombre más afortunado de su tiempo no
haya tenido 15 días de felicidad. Claro, Michel Gall asume de inmediato que
poderoso y afortunado son, en este caso y por regla general, sinónimos. Quizás
muchos de ustedes concuerden conmigo en que no es así y que, si existe tal cosa
como la verdadera felicidad, vaya usted a saber de qué depende, pero no está
escrito que por ser rey se adquiere de suyo. Digo, se puede ser un rey
desafortunado en el amor, por ejemplo.
También tal exclamación
revela que la del autor es la visión de un hombre que piensa que la vida es
puro sufrimiento y que el acceder a la felicidad es algo así como el Dios de
los agnósticos: Dios existe, pero no se puede llegar a conocerlo; lo que en
nuestro caso significa: la felicidad existe, pero no es para los hombres. En
lenguaje más sencillo: Michel Gall parece insinuar que los días que pasamos en
este mundo son tan predominantemente monótonos o infelices que ni siquiera
quien reina sobre todos los hombres puede sustraerse de esto, salvo en muy
pocas, contadas, fugaces ocasiones.
Pero, los tiempos en
los que vivimos son muy distintos a los del melancólico monarca de nuestra
historia. En su época una persona afortunada
a lo sumo podría poseer armas, joyas, caballos, mujeres, un castillo,
muchos sirvientes, comer abundantemente; este breve catálogo agotaba todo lo que desean los hombres. Lo que
hoy desean los hombres son otras cosas, quizás muchas más, lo cual podría hacer
que también se sientan insatisfechos o, a la larga, más infelices, por no
poseer todo lo que piensan que pueden o deben.
Ahora, si nos fijamos
bien, además de lo que tuvo el monarca (y quizás a muchos no nos preocupan el
castillo, los caballos o las armas), podemos disfrutar de otras cosas que
otrora no habría soñado: tener diversidad de aparatos, podemos conocer más,
viajar más rápidamente (en la antigüedad, recorrer una distancia como la que
hay entre Valencia y Caracas constituía un martirio. hasta para un rey);
podemos vivir más cómodamente, más aseados (tenemos baños y agua corriente),
con mejores condiciones sanitarias (ya no nos morimos de viruela, no tan
fácilmente), nos aliviamos el dolor de cabeza y de muelas con un analgésico,
las operaciones son bajo el efecto de la anestesia, tenemos mayor esperanza de
vida al nacer y pare usted de contar. Si eso nos hace felices, por lo menos nos
evita algunas infelicidades e incomodidades. Es lo que deberíamos ver.
Incluso, pensándolo
desde otra óptica, algunos de los privilegios que eran de unos pocos en otras
épocas, no sólo la de ese rey, hoy son de muchos más; aunque aún no sean de
todos. Me refiero al hecho de que, por ejemplo, muchas mujeres estaban
condenadas a no hacer nada, a no salir de su casa más que para casarse y luego
ir a encerrarse en otra casa; los pobres no podían ir a la escuela ni aprender
a leer; una persona de mi color de piel no hubiera estudiado en una universidad
en la época de la colonia ni ejercido como profesor. Y a pesar de que nos
quejamos de la violencia y falta de valores, en otros tiempos la cosa era peor:
un ejército de vándalos podía caer sobre una ciudad y saquearla, matar a los
habitantes, violar a las mujeres (a veces en ese orden). En fin.
Yo no soy monarca, ni
soy una persona ambiciosa, no en el sentido tradicional del término: no ambiciono
cosas materiales, posesiones valiosas, sean carros, joyas, ropa cara, aparatos
de última tecnología o cosas así; desde hace tiempo sé que la posesión de
objetos nos alegra sólo por unos instantes, después sólo se convierten en una
costumbre o en vanidad (se recupera algo del entusiasmo sólo cuando podemos
presumirlas ante otros, cosa que yo tampoco hago); además, aprecio que en este
siglo podemos, como decía, conocer cosas que para un hombre poderoso de otro
tiempo habría sido un artificio inimaginable o una historia de ficción,
disfrutar de otras tantas que hacen placenteras la vida y alejar o mitigar muchas
de las que causan dolor o incomodidad.
Quizás es por eso y por
otras razones más (largas de explicar, porque en el periódico me limitan el
número de caracteres) que yo, un mortal cualquiera, puedo sin mucho esfuerzo
contar mis días y concluir que hace mucho rato deje atrás la cifra de la que
hablaba ese triste monarca.
Rafael
Victorino Muñoz
@soyvictorinox
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