Breve historia de las instituciones democráticas

Aunque la vida humana comenzó, quizás, cientos de miles de años antes, las ciudades nacieron, presumiblemente, hace sólo unos 7500, en el territorio que según nos enseñaron en la escuela se llamaba Mesopotamia. Se les atribuye, por lo tanto, a los sumerios ser pioneros en esta forma de organización, si es que puede llamárseles así, dado que algunas no son precisamente organizadas (sin aludir personalmente a la capital de este país). Con todo, el vivir en ciudades demandó, de parte de sus habitantes, la existencia de mecanismos para tratar de ponerse de acuerdo en eso de tomar las decisiones en función, sino de todos, por lo menos de una mayoría (aunque esto a veces sólo significa una minoría: la que detenta el poder).


En un principio, durante mucho tiempo, o aún ahora, muchas ciudades y estados han tenido un soberano: una persona investida de un poder especial, atribuido a menudo por influencia (o injerencia) divina, o por otro que está más arriba (también con influencia divina); alguien que toma las decisiones, llámese príncipe, rey, emperador, señor feudal, hasta sacerdotes de alguna religión. Pero en otras ocasiones, han sido grupos, organizados en algo parecido a lo que hoy día llamamos una asamblea, los que gobiernan, propiciando que la potestad no recaiga en una sola persona sino en varias, con lo cual se espera, a su vez, que las decisiones sean producto de una discusión (a veces sólo hay discusiones, sin decisión).
Ahora bien, una de las primeras instituciones más o menos democráticas, de las que se tiene noticia, es la ecclesía, constituida en la antigua Grecia hacia el año 600 A.C.; esta era la principal asamblea de la democracia ateniense, tenía un carácter más o menos popular, ya que era abierta a todos los ciudadanos varones con 2 años de servicio militar (se aclara que la palabra ciudadanos no tenía, para los griegos, el mismo sentido que tiene para nosotros; ya que no todos los habitantes de las ciudades lo eran). En la ecclesía eran elegidos por votación los magistrados, quienes a vez designaban a los miembros del del Areópago, que sería lo que es hoy día nuestro tribunal supremo (lo de nuestro es un decir).


Pero todavía tendrían que pasar muchos años, cientos, miles, para que comenzaran a establecerse instituciones democráticas propiamente, en el sentido más amplio del término: del senado y los triunviratos romanos, pasando por las asambleas de hombres libres de los llamados pueblos bárbaros y el consejo del Parlamento que gobernó en Inglaterra después de la muerte de Enrique V, hasta  los tribunales del pueblo durante la revolución francesa, se vivieron épocas en las que se sucedían y alternaban (aún hoy ocurre) períodos autocráticos con períodos en los que se intenta consolidar formas de gobierno en las que los ciudadanos, las mayorías, puedan ser de verdad quienes toman las decisiones, y no unos pocos, quienes dicen actuar en nombre del pueblo (pero sólo nombran al pueblo para llamar a elecciones o cuando quieren engañarnos, como ustedes seguramente estarán pensando).
Así llegamos a nuestro tiempo, cuando nuevamente encontramos instituciones democráticas que, lejos de ser defensoras del pueblo, son defensoras del déspota. Esto parece que está eternamente condenado a repetirse; y yo me pregunto, pensando en esos nidos de ratas llamados CNE y TSJ, si la humanidad vivió tantos siglos sin ellos, y si no sirven para lo que realmente deben servir, ¿de qué vale tenerlos? ¿Para qué hacen falta? Podríamos estar muy bien sin ellos. Digo, si Venezuela tiene cientos de años y el CNE recién lo acaban de crear... Esas instituciones obsoletas e inoperantes es mejor desmantelarlas, pieza por pieza, y volver a reinventarlas, como tantas otras.


Recuerdo que una vez, cuando yo aún cursaba mi carrera, un decano de la facultad fue golpeado por un grupo de estudiantes, quienes en asamblea lo conminaban a tomar una decisión; pero sólo recibieron de dicho funcionario burlas y remedos. El triste personaje estuvo un día en el hospital y más de un mes sin volver a su puesto. Y mientras tanto seguía funcionando todo en la facultad: eran las secretarias las que hacían el trabajo; ese señor lo único que sabía era firmar. Dicho episodio siempre viene a mi mente cada vez que me dicen que tenemos que esperar la decisión de unos inútiles para ejercer un derecho que históricamente nos hemos ganados: elegir.
Y es que si me dicen cuándo debo elegir, de qué modo, entonces siento que no es ninguna elección, es imposición. La tarea de arbitrar, como en el fútbol, no quiere decir jugar (ni con la pelota ni con el ánimo de los electores). Por tanto, considerando todas esas desviaciones, casi diría yo, aberraciones, no hay ni debe haber tal cosa como un poder electoral ejercido por una institución. El poder de elegir está en los ciudadanos. Esta es la única democracia posible. Dicho de otro modo: todas las instituciones son posteriores a las asambleas de ciudadanos; o aún, las instituciones son un producto histórico de las asambleas de ciudadanos. Ellos dependen de nosotros. No al contrario.

Rafael Victorino Muñoz
@soyvictorinox

Comentarios