Existen ciertos elementos en el ser humano cuyo uso en algunos casos se
ha desvirtuado; o bien en otros casos es nulo, pero hemos inventado algo que
hacer con ellos, generando interesantes actividades económicas. El primero,
acaso más importante, es el cabello; biológica o fisiológicamente el cabello no
nos sirve para mucho a los seres humanos. Los animales sí tienen pelo para
protegerse de la intemperie, entre otras razones. A nosotros no nos hace falta
pelo en el cuerpo, usamos ropas.
Y en el caso de la mata de pelo sobre la cabeza, tampoco nos haría
demasiada falta para protegernos, ya que podemos usar sombreros, y también
estamos todo el día bajo techo (en nuestras casas, oficinas, carros). Podríamos
carecer de cabello todos y nada nos impediría vivir con normalidad (como bien
puede verse en el caso de los calvos, que aparte de sufrir ciertos complejos y
soportar algunas burlas, no fallecen por la falta de cabello).
Curiosamente, cuando vemos películas de ciencia ficción, los
extraterrestres, por lo general de culturas y tecnologías más avanzadas, no
tienen nunca cabello en la cabeza. Posiblemente, el hecho de que los seres
humanos no termináramos de perder el pelo en la cabeza, así como lo perdimos en
la mayor parte del resto en el cuerpo (o no nos crece mucho), evidencia una
evolución incompleta. Así, cuando alguien me dice que tengo muy marcadas las
entradas, yo le respondo que estoy evolucionando hacia una forma de vida
superior.
No obstante, y aquí viene lo interesante del asunto, hemos descubierto
algo que hacer con aquello que originalmente no nos servía para mucho: el
cabello lo usamos como elemento ornamental, particularmente en el caso de las
mujeres, pero también de gran preocupación para los hombres, sin que sean necesariamente metrosexuales. Este
uso ha generado (o degenerado) en una necesidad en las personas: mantener el
cabello limpio, lindo; en cuanto al otro vello, ha surgido también la necesidad
de depilarse. Y estas necesidades generan, a su vez, una serie importante de
actividades humanas.
Piénsese por un momento qué pasaría si, en efecto, todos quedáramos
calvos o definitivamente lampiños: en qué trabajarían las peluqueras, los
barberos, los y las estilistas; qué pasaría con la industria del shampoo, de
los enjuagues y de los baños de crema, del gel fijador y de los secadores de
pelo; qué harían los que venden los productos que, según, regeneran el cabello
y previenen o detienen la alopecia; qué de los que formulan y brindan
tratamientos contra la caspa, contra los piojos; los que hacen depilaciones y
los que venden la cera para depilar. Habría un colapso repentino en la economía
mundial.
Ahora, entre todas estas cosas, actividades y situaciones surgidas en
torno al cabello humano, la necesidad de teñirse el pelo constituye para mí una
de las más curiosas. Aparte del comprensible temor al envejecimiento y a la
muerte, que nos lleva a querer ocultar las canas (con lo que no detenemos en
realidad ni una ni otra, no detenemos la vejez ni la muerte), hay diversas
razones para que la gente decida teñirse el pelo. Obviamente, en algunos casos
es por moda, para parecerse a alguien; por ejemplo, se sabe del furor rubio que
desató Marilyn Monroe.
Esta práctica es de muy vieja data. Marcas como Shwarkopf, por mencionar
alguna, tienen cien años en el
mercado ofreciendo tintes. Pero el origen es más antiguo: al parecer ya los egipcios
tenían esta costumbre. Los griegos también mostraron interés en el cuidado del
cabello y utilizaron tintes. En el imperio romano se dio algo muy curioso: las mujeres
romanas se decoloraban el pelo (la mayoría lo tenían castaño oscuro), para
parecerse a algunas sus esclavas, quienes provenían de las tribus bárbaras (algunas
eran nórdicas) lucían cabello rubio natural.
Con respecto a este deseo de ser rubias, que muchas mujeres (y muchos
hombres también) secretamente tienen, hay una motivación más fuerte, atávica,
simbólica, arquetípica. Sencillamente, es por el sol, centro de nuestro
sistema, fuente de vida de este planeta, objeto perpetuo y permanentemente de
adoración en diversas culturas. El sol, el oro y el ser rubio, son parte de una
misma condición, de una misma dinámica: el oro es el metal que se parece al
sol, de la gente con cabello claro (teñida o no) se dice que son rubios como el
sol. Sin dejar de mencionar el hecho de que, por lo menos en la antigüedad, ser
rubio era algo menos común.
Claro que esta motivación de querer parecerse al sol y querer ser
adorados, no es la que tienen las que prefieren teñirse el pelo de negro, o
rojizo; a mí particularmente me gustan las abundantes matas de cabello oscuro, más
nocturnas y misteriosas (como lo tuvo Shakira al inicio, quien para mí se
devaluó al cambiarse al bando de las rubias). Las que prefieren los demás colores
del espectro de cabello, tienen otros motivos, diversos y secretos.
No sé si habrá una estadística del mundo occidental con respecto a la
preferencia de uno u otro color de cabello a la hora del tinte. Lo único que he
leído es que actualmente el 60 % de las
mujeres y el 10 % de los hombres son usuarios de tintes capilares. Y otra cosa
muy importante: menos del 15% de las
mujeres nacen rubias, pero más del 35% son
rubias. Esos misterios del tinte.
Rafael Victorino Muñoz
@soyvictorinox
Con el cabello y la barba rubios se parecen más al sol: es una corona que orla toda la cabeza
ResponderEliminar