Se atribuye comúnmente a Tomás Moro la invención del
término utopía, que literalmente significa “no hay tal lugar” o “no existe tal
lugar”. Utopía era, en la historia de este escritor, político y santo, nacido
en Inglaterra en 1478, una isla, un reino donde todo funcionaba a la
perfección, según el concepto de perfección que tenía el autor, claro está. Él
no fue el primero en proponer una idea de este tipo. Posiblemente haya sido
Platón con su República.
Pero tampoco fue Tomás Moro el último en hacerlo. A
él le seguirían otros tantos autores y otras tantas utopías: Fourier con sus
falansterios, Saint Simon, Marx y sus epígonos con sus ideas socialistas, Bloch,
entre otros. Quizás no exista hombre en la tierra que no haya albergado su idea
de un mundo ideal, donde todo funcione como él crea conveniente y donde sus
enemigos y rivales estén execrados para siempre.
El siglo XX verá la irrupción de la antítesis de la
utopía: la distopía. El desencanto por las guerras, la desaparición de la
creencia de que gracias al progreso ilimitado de la ciencia y la tecnología
veríamos solucionados todos los problemas de la humanidad, la pérdida de
prestigio de las religiones y los discursos emancipadores, entre tantas cosas,
trastocaron la mirada futurista de los escritores que dibujaban estas ficciones
distópicas: el futuro que se veía en el horizonte era una inminente e
inexorable pesadilla.
1984 de
George Orwell, Un mundo feliz de
Aldous Huxley, Fahrenheit 451 de Ray
Bradbury, se cuentan entre las más citadas al momento de ejemplificar con
nombres y títulos este subgénero literario. En la primera de las mencionadas,
el mundo vive una época en la que todo está controlado por una figura y un partido
únicos: el Gran Hermano e Ingsoc; un partido omnipotente y un líder monolítico
que parece haber existido desde siempre y haber creado todo lo existente y
conocer hasta lo que pensamos, queremos, deseamos y, peor aún, tememos.
En todas partes están presentes, el partido y el
gran hermano. En todos lados “un cartel de colores: la cara de un hombre de
unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y
endurecidas” y una eterna inscripción: “el Gran Hermano te vigila”. Para esta
vigilancia permanente, el partido contaba con un cuerpo policial (la policía
del pensamiento) y un instrumento poderoso y eficaz: la telepantalla, presente
en todos los lugares: la oficina, el trabajo, la calle, el hogar, incluso en
las habitaciones y espacios más íntimos. Ningún sitio podía ser ajeno a esta
mirada.
“La telepantalla recibía y transmitía
simultáneamente. Cualquier sonido… era captado por el aparato. Además, mientras
permaneciera dentro del radio de visión de la placa de metal, podía ser visto a
la vez que oído. Por supuesto, no había manera de saber si le contemplaban a
uno en un momento dado. Lo único posible era figurarse la frecuencia y el plan
que empleaba la Policía del Pensamiento para controlar un hilo privado.”
“El instrumento (llamado telepantalla) podía
ser amortiguado, pero no había manera de cerrarlo del todo.”
En esta obra, una de las lecturas que más disfrute
en mi adolescencia y que he releído persistentemente a lo largo de mi vida,
pienso casi todos los días, cuando veo a tanta gente, de todas las edades, que
prefieren estar permanentemente con los ojos pegados a una pantalla: en la
calle, en el trabajo, mientras esperan el autobús, mientras hacen tiempo,
mientras las atiende el odontólogo, incluso en el salón de clases, mientras les
hablo como si yo no existiera.
A menudo eso es lo que hacen con quienes tienen al
frente: ignorarlo. Yo todavía no comprendo por qué parece más divertido hablar
a través de sms, whats app, o lo que
sea que sea, en lugar de hacerlo con una persona real, en lugar de interactuar
con su entorno real. Parece que cada vez nos distanciamos más de lo concreto,
de lo que está vivo y nos sumergimos en eso que se parece a pero que no es la
vida. Y así pasamos el día: de la pantalla del teléfono a la tablet, de la
computadora al televisor. Cada cinco segundos miramos una mini telepantalla y
eso nos hace felices. Ésta es nuestra utopía.
Alguna clase de efecto psicotrópico debe tener la
luz que emiten esos aparatos, pienso yo, para que generen tan enfermiza
obsesión. Alguien alguna vez, en un oscuro laboratorio de no sé qué oscuro
gobierno, habrá experimentado con seres humanos hasta encontrar la frecuencia
de onda exacta que hipnotiza a la gente y la hace tan dependiente de cualquier
superficie de cristal que proyecte luz… ya estoy desvariando yo, por tanto ver
esta pantalla mientras escribo. (Mientras escribo y veo esta pantalla donde van
apareciendo las letras al ritmo que mis dedos teclean, reviso a ratos el
celular, también abro el facebook; y no puedo evitar la vaga sensación de que
alguien también me vigila. Espero que sólo sean ustedes, mis amables lectores.)
El Gran Hermano tal vez esté allí detrás de todo eso
y no lo sabemos. En la novela de Orwell se insinúa que el Gran Hermano bien
podía no existir, ser sólo una ficción, y en su lugar un grupo de personas
idearon todo eso para someter a los demás a la más perversa de las esclavitudes:
la del pensamiento. Pero lo peor era que nadie se rebelaba contra la vigilancia
a través de las telepantallas; nadie parecía querer escapar de ese control
totalitario, nadie parece querer escapar ahora. Quizás todos nos vigilamos los
unos a los otros a través de las redes. El gran hermano somos todos.
Rafael Victorino Muñoz
@soyvictorinox
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