Esos pobres salvajes que somos

Las culturas que nosotros llamamos primitivas o aborígenes, y que autores como Walter Ong denominan culturas orales primarias, son aquellas que utilizan el habla como su única y exclusiva forma de comunicación, ya sea para conversar y ponerse de acuerdo con respectos a sus acciones e intereses grupales (no tienen ni leyes ni Constitución, aunque pueden estar amparados por una), para educar y educarse (no tienen currículum ni libros de texto y la mayoría no asisten a una escuela formal), para distraerse (el conversar y el contar historias prácticamente agotan sus medios de entretenimiento, junto con otras actividades como la danza, que no son diversión propiamente). No tienen publicidad, ni radio, ni prensa, ni televisión, mucho menos Internet. Sólo hablan cuando tienen que hacerlo y callan, para todas las demás cosas.
Nosotros, por esas razones, los miramos casi con lástima, los tratamos con indulgencia, cuando no los ignoramos. Vivimos en el mismo mundo pero muy aparte de ellos. Yo no voy a hacer lo que dice Borges que hacen muchos escritores cuando hablan de asuntos como éste: “Dos tentaciones lamentables y opuestas acechan al romántico en ese tema. Una, magnificar los sufrimientos... otra, exaltar su devoción o su sencillez y fingir envidiarlos”; sin embargo, sí pienso a menudo que estos primitivos son más inteligentes que nosotros en varios y diversos sentidos. El primero, conocido por todos, es que la mayoría de ellos saben convivir con su entorno sin dañarlo, contaminarlo o agotar sus recursos; aunque en esto no todas las culturas primitivas son tan excepcionales (comparadas con nuestra civilización), ya que en el pasado y el presente hubo, hay y ha habido sociedades tribales que sí malversaron sus recursos naturales y los agotaron, como lo que hipotéticamente sucedió en la isla de Pascua (aunque esto también está en revisión).
Por otra parte, y lo que quiero enfatizar aquí, es que esas culturas primitivas son más inteligentes que nosotros por el hecho de que valoran las cosas verdaderamente importantes. En sus mitos lo evidencian: hablan del origen del agua, de la sal, de las plantas. En sus ritos lo manifiestan: celebran la llegada de las lluvias, el inicio de las cosechas. En sus creencias también: adoran al sol, la luna, el viento. Este hecho, que los mencionen en sus mitos, los celebren en las fiestas y los adoren cotidianamente, evidencia, como decía, la importancia de lo que es verdaderamente importante para seguir con vida, valga la redundancia: agua, aire, sol, plantas. Lo demás es sólo lo demás, y podemos vivir sin ello: puede uno pasar una semana sin ver el Facebook pero no sin agua.
Sí, nosotros también, a veces, sabemos o recordamos que esas cosas son valiosas, que de ellas depende nuestra existencia. Pero apenas lo notamos: no nos emocionamos todos los días cuando sale el sol o cada vez que llueve. Para nosotros es motivo de alegría comprar un nuevo par de zapatos o tener el i-phone del último modelo; lo anunciamos a todo el mundo, a través de las redes sociales, si hemos comprado algo, si hemos ido a comer o salido de rumba a tal o cual discoteca. Cuando se mencionan las cosas, es porque de verdad nos importan; o dicho de otro modo: aquello de lo que se habla es lo que importa para el sujeto que lo enuncia. Y de lo que no se habla, como si no existiera. Quizás, si tuviéramos mitos, como los antiguos, hablaríamos del dios del wi-fi y del espíritu del Windows; los héroes de nuestras leyendas vivirían un conflicto por no poder descargar una actualización y cosas así.
Es que nuestra vida es otra cosa, o al menos eso pensamos. Comemos y bebemos y no nos acordamos de la vaca o de la tierra, ni les damos las gracias, porque son cosas como ajenas a nosotros, no están cerca, no las vemos, ni las conocemos, ni las sentimos. Nosotros creemos que la leche, la carne o los vegetales salen de la nevera del supermercado, cuando hay (quizás es posible, porque ahora hay tanto sintético). Nuestra experiencia del mundo y de las cosas es de segunda mano. Jamás hemos comido algo que hayamos sembrado, o muy pocos lo hemos hecho. No digo yo que caigamos en una creencia animista, según la cual cada cosa en el universo tiene un alma y hay que adorarla. Pero de vez en cuando sería bueno que recordáramos decir gracias al agua, gracias al viento o al sol y las plantas. Quizás eso que hacen los que llamamos primitivos sea algo así, es decir, pensamos que es adoración a espíritus inmateriales cuando en realidad es gratitud hacia cosas concretas. No sería extraño, ya que de vivir equivocados no estamos exentos ni estaremos cansados.
Rafael Victorino Muñoz

@soyvictorinox

Postdata: sé que muchas de estas culturas ya han incorporado elementos tecnológicos a su cotidianidad; sin embargo, esto no significa que hayan olvidado lo que son.

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