Basta que uno esté en el terminal
de pasajeros y pregunté ¿cada cuánto
salen los autobuses para Valencia?, para que venga alguien y te responda: se acaba de ir uno. Y entonces, uno
sigue la dirección de aquella mirada, como si esperara que la distancia trajera
la respuesta que el otro no acierta a dar: cuál es la frecuencia. Pero, como uno
es necio o idiota, vuelve a la pregunta: ¿sí?
Cónchale; pero, ¿cada cuánto salen los autobuses para Valencia?, como si
estuviera contando una versión autobusera del gallo pelón. La respuesta
nuevamente es una evasiva, o un enigma esperanzador, no se sabe: ya debe venir otro. Y nos quedamos allí,
parados, sin saber qué hacer con nuestras vidas y con ese bolso tan pesado que
tenemos en la espalda, porque ese ya
puede significar media hora o cinco minutos.
El mismo problema he tenido una y
otra vez, con todo el mundo: con parejas, con amigos, con la señora que atiende
en la taquilla de la CANTV. Si a mi ex pareja le preguntaba: ¿por dónde vienes? Me decía: voy en camino. Si le reformulaba la
pregunta, a ver: ¿y en qué parte de ese
camino vienes exactamente? Respondía: ya
voy. Y me quedaba en las mismas. Yo: ¿a
qué hora vienes? Ella: a la hora que
salga. Yo: no sé qué hora es ésa,
porque yo conozco la una, las dos, las
tres… Yo: ¿qué día vamos? Ella: yo te aviso. Yo: no sé qué día es ese, porque yo conozco los lunes, los martes, los
miércoles… Como se ve, teníamos una excelente comunicación.
Sea lo que sea que preguntemos en
este país, a quien sea, lo que siempre encontramos es un misterio y una duda
mayor. Parece una multiplicación caótica y fantasmagórica del enigma de la
esfinge. Preguntas que son respondidas con preguntas, o que cuando son
respondidas generan más dudas que la pregunta original. Tangencialización dicen
que se llama eso y que es una patología del lenguaje o de la comunicación (sí,
porque aparte de todo, también podemos enfermarnos de nuestra capacidad- o
incapacidad- del habla, como si de un hígado cirrótico o un pulmón de fumador
se tratara).
Nuestra cultura está enferma de
eso, nuestra gente, los negocios, nuestras oficinas públicas, que es lo peor.
No hay respuesta con respecto a cuándo llega la harina, cuándo viene la señora
que sella el bendito papel, cuándo vamos a cambiar y a arreglar esto y aquello.
No existen los adverbios de indeterminación, deberíamos inventarlos, nos
vendría bien.
Me dirán quisquilloso, necio, lo
que sea, pero si yo deseo saber algo, lo pregunto con la esperanza de que me
respondan eso y no otra cosa quizás afín (que me obliga a suponer o adivinar), pero
que en modo alguno es la respuesta exacta. Quizás sea el temor de comprometerse,
de decir algo que después no se está cierto de cumplir. Tal vez la gente no
sabe simplemente y hay temor de admitir que
no sabe, porque sí, porque quedarían mal parados ante los demás admitiendo que se
es ignorantes, porque mejor responder algo, cualquier cosa, que sea incierta,
antes que responder nada. Algo así como mejor mal acompañado de una respuesta
que solo con una pregunta.
¿O será que en el fondo no hay
ninguna respuesta porque no hay nada que responder? Vivimos en un mundo
incierto, inconocido, como dijo
Vallejo. Pero el problema es que nuestras necesidades se complican; hacemos
planes para nada porque no hay certezas, ni siquiera las más mínimas: ¿cómo
podemos saber a qué hora salir a tomar el autobús? ¿Cómo podremos hacer algo?
¿Cómo planificar? ¿Cómo emprender si todo aquí tiene el signo de lo
imprevisible? ¿Cómo es que funciona este país que se parece al cuento de El guardagujas de Arreola? Quizás la
vida es eso que pasa mientras esperas las respuestas.
Me recuerda cuando yo era niño y le
preguntaba algo a mi madre; por ejemplo: ¿cuándo
vamos a ir para la playa? La respuesta de mi mamá siempre era: cuando la rana eche pelos (ya pueden ver
de dónde viene mi sentido del humor). Claro que yo volvía a preguntar, o por lo
menos a comentar: ¿y cuándo echan pelo
las ranas? O ¿y las ranas tienen
pelos? Ya se imaginan lo que venía después.
Me he quedado con mil preguntas sin
respuestas a lo largo de la vida, porque en los terminales de pasajeros no hay
letreros informativos y, si los hay, son más imprecisos que las respuestas de
las personas a las que interrogamos, porque los escribieron para no ser
cumplidos (como nuestras leyes) o tienen años allí y nadie los ha actualizado;
porque las personas no vienen con manual de instrucciones y, si las tuvieran, a
lo mejor no las leemos o no se entienden (me pasa cada vez que armo un mueble
de esos que dicen hágalo usted mismo:
siempre me sobran piezas); porque, a fin de cuentas, las ranas no echan pelos y
yo toda la vida he estado esperando un hecho imposible y una simple respuesta,
algo así como: los autobuses salen cada
35 minutos y faltan 21 minutos para el próximo, señor. El día que eso
ocurra de seguro me infarto; aunque lo más seguro es que quién sabe.
Rafael Victorino Muñoz
@soyvictorinox
Imagen tomada de: http://blog.jorgeumana.info/2008/06/que-la-rana-no-eche-pelo.html
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