De
Petronio lo que se conoce no son más que conjeturas, situaciones hasta cierto
punto difíciles de comprobar. Se piensa que nació en Roma, un año del cual ya
nadie puede acordarse; se dice que murió en Cumas, en el 65 o 66 de nuestra
era. Se asegura que fue procónsul y gobernador de Bitinia y que se suicidó tras
ser condenado a muerte por haber conspirado contra el emperador Nerón en la
llamada conjuración de Pisón. En tal sentido, se le identifica con el cónsul
cuyos últimos momentos fueron descritos por Tácito. Pero, ¿qué hace en la
historia una persona de la cual sólo se conocen detalles inconexos e inciertos?
En
primer lugar, comúnmente se le atribuye a Petronio la autoría de una novela, el
Satiricón, novela de la que también sólo se conservan unos fragmentos: es una
parodia de un género de novela griega, y constituye uno de los documentos más
curiosos e interesantes de la literatura producida en pleno Imperio. En la
novela se narran las aventuras de unos jóvenes libertinos, retratando a su vez la
sociedad romana de la época de una manera sarcástica.
Pero
Petronio al parecer también fue célebre por su elegancia, de allí que se ganó
el nombre de Árbitro, porque tenía la
última palabra en materia de elegancia en la corte de Nerón, quien lo había
nombrado su consejero en cuestiones de buen gusto en el vestir. Así que
Petronio pasa por ser uno de los primeros hombres de la historia que, sin ser
un monarca, marcaba la pauta, imponía la moda pues; y eso que es tan común para
nosotros hoy día, cuando casi cualquier mortal puede hacerlo, ocurría en aquel
tiempo sin el auxilio de los omnipresentes medios de comunicación.
Tal
parece que en los períodos convulsos, cuando hay que ocuparse de asuntos más
importantes, como las guerras, las divisiones entre los Estados, las caídas de
los imperios, no proliferan mucho las personas bien vestidas o nadie les da
importancia a ellos, sino a los que saben guerrear, navegar o negociar. Así que
tendrán que pasar varios siglos, algo así como unos mil quinientos años: después
de la división del Imperio Romano, la caída del Imperio Romano de Occidente, la
fragmentación de Europea en pequeños reinos, el avance de los árabes; después
del imperio Turco Otomano, la llegada de los europeos a América, es cuando la
historia registra otro nombre que se tiene por sinónimo de elegancia y de estar
a la moda, una persona a la que se consideró la quintaesencia del buen gusto en
el vestir.
Y aunque
hoy día, al mirar los retratos que se le hicieron en su momento, pueda
parecernos un viejo gordinflón y ridículo con medias panty, se trata de Luis
XIV, llamado el Rey Sol (dicen que por el esplendor que generó su reinado).
Nacido en Saint-Germain-en-Laye, en 1638, gobernó Francia desde 1643 hasta su
muerte, acaecida en 1715. Además de las consabidas intrigas y guerras propias
de cualquier Estado, sea éste monárquico o republicano, la vida y la corte del
Rey Luis XIV se destacan por: su sobresaliente despotismo, que le llevó a
afirmar en una ocasión “el Estado soy yo”; por el ideal de grandeza, que había heredado
de su padre; y por la creencia del carácter divino de su poder, que le hacía delirar,
afirmando ser descendiente directo de Dios en la tierra. Luis XIV se rodeó de
dóciles cortesanos, disminuyó el poder de la nobleza (excepto el suyo), del parlamento
y del clero, centralizó la administración pública. Tuvo muchas amantes (con una
de ellas se casó en secreto, tras enviudar). Dio grandes fiestas y banquetes,
en los que se inducía al vómito para poder seguir comiendo más.
Pero, sobre
todo, nos interesa su reinado en esta crónica por la importancia sobresaliente
que durante el mismo se concedió a la moda y a la indumentaria. De hecho, se
afirma que la incorporación del latín al francés de la palabra moda, en su
acepción actual, relacionada con los usos del vestir, ocurre en este período. Deseoso
de conocer que se usaba y se vestía en otras partes, con el afán siempre de
innovar, Luis XIV lo primero que preguntaba a los viajeros de otras partes era
qué se vestía en sus países. Sin embargo, no le debemos a este autócrata que en
su reinado se haya publicado alguna obra sobre la moda y el vestir; quizás
porque, según dicen las malas lenguas: «Ni siquiera le enseñaron a leer y
escribir correctamente», tal como afirmaba el duque de Saint-Simon en sus Memorias.

Precisamente
en los tiempos de Wilde se sientan las bases para una revolución en el vestir,
que no se verá consolidada sino poco después: la hegemonía de los diseñadores,
que inicia con la irrupción del célebre modisto inglés Charles Frederick Worth.
Worth no sólo estaba consciente de la importancia cada vez mayor del vestir
para la ya consolidada clase burguesa, así como para la aún influyente nobleza,
sino que se daba cuenta de que quien vestía a las personas también tenía un
poder; y él fue el primero en comenzar a usarlo a conciencia. Worth fue el pionero
en eso de poner una etiqueta con su nombre a la ropa que hacía, acción hasta
entonces inusitada. Pero para mí lo más notorio de su revolución está en la
autonomía con que asume sus creaciones; explico: hasta entonces, las modistas y
modistos no pasaban de ser en muchos casos empleados de sus señores, o si bien
tenían un taller, a menudo sólo hacían lo que les pedían. Worth invierte la
relación de poder en el binomio cliente-modisto: es este último, el diseñador,
antes llamado sólo couturier (costurero),
el que ahora sugiere y dice, hasta decide, lo que el cliente va a usar, aunque
ese cliente fuera un monarca.
Así nace
el imperio del diseñador, consolidado posteriormente por las Chanel y los Dior.
Oscar Wilde aún le decía en gran medida a su modisto lo que hacer. De una época
en la que los reyes, los nobles, los escritores, u otros, dictaban la moda,
llegamos a la época en la que quien dice lo que debe llevarse es el que hace la
ropa y no el que la usa realmente. Tal es la dictadura del diseñador (aún
estamos en ella); incluso, se ha ido extendiendo este imperio a otros dominios
cercanos o afines, como el perfume. Más que del diseñador, es el imperio de las
marcas, esa bestia suelta a la que Charles Frederick Worth no hizo más que
abrir la jaula. Desde entonces las marcas no han parado de reproducirse y de
devorar todo lo que encuentran a su paso.
Ahora los
llamados metrosexuales a lo David Beckham tienen lo que no tuvieron ni Petronio
ni Wilde: tanto la innegable la influencia gracias los medios y la permanente presencia
en los mismos, como un aparentemente amplio abanico de opciones y posibilidades
al vestir. Pero no tienen ni tendrán nunca la autonomía que aquellos tuvieron,
ya que los metrosexuales están sujetos a las leyes del mercado: no son más que la
carnada en el anzuelo, en esa lucha por el posicionamiento de las marcas.
Cuando un metrosexual duda y, al final, decide combinar un saco Oscar de la
Renta con una camisa Dolce & Gabanna, o usar un reloj Pop Swatch, unos
zapatos Clarks, rociarse con su perfume Polo, by Ralph Lauren, no hace más que confirmar eternamente aquella
máxima de Erich Fromm, según la cual “el hombre contemporáneo vive con la
ilusión de que sabe lo que quiere, cuando en realidad quiere lo que está
previsto que quiera”.
Rafael Victorino Muñoz
@soyvictorinox
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